Eduardo Porta fue en tiempos
del último genocidio “desaparecido”, también preso de Cárcel en Córdoba y antes
“chupado”, en La Perla y en Campo de la Rivera, también fue el único condenado
a muerte en Consejo de Guerra y, sobre todo fue militante antes, durante y después
de estos largos años privado de su libertad.
Sus compañeros lo llamábamos “el
hotentote”, Grandote, algo de cortes secos en la configuración de su rostro, serio
serial, todo daba para el apodo que le pusieron los cordobeses a fuimos adoptando
los que lo conocimos.
Este año hubiera cumplido,
creo, 63. No tuvo esa posibilidad que descubriera mi hija un 28 de diciembre en
mi propia vida: “papá ya pasó más tiempo desde que saliste en libertad que los años
que tenías al ser detenido”. Momento en que uno comprende que hay casos en que la
vida se divide en antes y después y que alguien puede llevar años mirándote y
pensando algo y que vos, aunque estés muy cerca y muy pendiente de ese alguien
recién vas a saberlo cuando una frase como esa sale de su boca.
Pues bien, Eduardo no tuvo esa
posibilidad, tampoco pudo ver cómo se encontró definitivamente con la memoria,
la verdad y la justicia el siniestro personaje que lo acompaña en el relato que
adjunto, ni cómo se cumplieron sus sueños y los de muchos en doce años que
esperamos repetir.
Tampoco vio cómo esa comba que
lo llamaba desde el asiento de atrás, creció desde unos pocos meses sin
posibilidad de recordarlo por sus vivencias, pero llegó a parecérsele en mucho,
su hija, tan entregada hoy a su profesión y a su vida como Eduardo a todo lo que hacía.
Tampoco y debo decirlo también
porque nada puede decirse en estos días sin comenzar por decir que nos falta
Santiago, tampoco Eduardo pudo ver cómo volvía a pasar, cuarenta años después
de lo que lo chuparan, cómo otra vez se llevaban a alguien y el gobierno lo
niega, lo encubre, lo difama y los más grandes medios de comunicación colaboran
con el intento de borrarlo y el sufrimiento de quien nos falta emerge en los
que reclaman.
Y uno encuentra otro motivo, junto
al cariño, la nostalgia de lo que se fue, el dolor, la bronca, el amor por los
Suyos (los de Eduardo, los míos), otro motivo para no resignarse a que Eduardo
ya no esté: estaría con nosotros, con los que queremos que aparezca Santiago con
vida, con los que seguimos yendo por un mundo mejor, con los que repudiamos el
tipo de humanidad que encarnan los que hoy gobiernan.
Se te extraña Eduardo. Y te querríamos con vida, como cada
día, aunque quizás te nombremos más los 29 de agosto.
Lo que sigue es tal cual
sucedió, aunque dicho en mala literatura. Fue en 1989 y Eduardo se fue unos
meses después.
Hotentote y el vasco van
en auto.
Es 24 de diciembre y la charla va
de democracia lavada, frutas secas y milicos a la compra de una damajuana más,
porque van a ser muchos en el festejo y tal vez no alcance. (Otro día el vasco
me contará que en realidad no había fiesta hogareña, pues se habían juntado los
kelpers –los sin familia en Córdoba- y volvían en dos taxis de tomarse unas
cervezas en el Centro).
Con su compañera en el asiento de
atrás y toda su panza de embarazo de seis meses, Hotentote mezcla su atención
entre esa comba que lo llama y pide su mano reposando sobre el vientre de Ana y
controlar el andar del auto, la calle, los chicos en las veredas, vecinos que
se saludan, compras de último momento, el disparo confuso de algún cohete, el
desasosiego un tanto alegre que precede a la nochebuena.
Al girar en
una esquina el paisaje se altera y pinta otra noche: un patrullero a media
cuadra con las puertas abiertas, policías que gritan arma en mano, gente que
desaparece sin que uno atine a ver por dónde se escabulló, un flaco que se
recorta en el cuadro cambiante. El flaco zigzaguea en una bicicleta y mira
hacia todas partes sin que se pueda prever cuál será su rumbo final. Lo
reconocen al momento: el loco de la música, un pibe que ronda la plaza
del centro en una bicicleta, llevando detrás un gran aparato con el que siembra
música a su paso, sin más comunicación con la gente que los sonidos cambiantes
y un silbido para abrirse paso.
A pesar que el taxista afloja la
marcha, justo el flaco enfila la bicicleta hacia la calle al pasar del auto y
tras el golpe sordo del paragolpes que le da en las piernas, se eleva casi
horizontal frente al taxista, el Vasco y Hotentote, la bicicleta aferrada por
manos y piernas y cae sobre el capot para quedar inmóvil, ya detenido el auto,
contra el parabrisas que banca el golpe final sin astillarse. Y la bicicleta
entre las piernas. El vasco va a decir algo, pero Hotentote, que entiende la
excitación de los canas que ya están casi sobre el auto, le dice que apenas
pueda siga con el taxi y lleve a Ana a casa, que él –Hotentote- va a ir a la
comisaría a ver si puede hacer algo para que esta noche, justo nochebuena, el loco de la música, que seguramente en un momento de
excitación, susto y heroísmo no se detuvo a la voz de alto de alguno de los
canas, se va a comer en cambio la biaba de su vida.
Cuando Ana, el Vasco y los demás están acordando seguir, el auto
queda rodeado de gente que apareció con la misma rapidez con que antes se
perdió de vista, pero ya no hay pibes parecidos al que se recupera,
extendido en el suelo, boca abajo y con las manos esposadas atrás, mientras los
canas le revisan la cintura, le preguntan cómo se llama, sin escuchar las voces
que dicen "el loco de la música, es buen pibe” y pasan aviso por radio que
tienen un detenido en la calle tanto, barrio tanto de Córdoba.
Sentado en un banco de la seccional
IV, el Hotentote se pregunta si el tiempo que lleva esperando para hacer la
declaración, más el que va a perder con el oficial apaleando el teclado, los
saludos, la comida suspendida en su casa, porque todos esperarán su llegada y
ver que está todo bien, que él está bien, piensa si su sola presencia, en fin,
va a ayudar en algo a que el pibe, de quien nunca supo su nombre, se estrene de
preso temporario sin pasar por la golpiza iniciática, hoy previsiblemente más
dura, porque vendría cargada con el escabio y la bronca de los canas por tener
que cubrir la guardia justamente en nochebuena. En lo mejor, se dice, me tira
algún teléfono y le aviso a la familia.
El Hotentote está casi en stand by,
un poco por estar donde está y ser él carne de pozo, de campo de concentración
y de cárcel, otro poco por la película de la biaba y el pibe que, de no mediar
la voz de alto y su rebeldía, debería estar molestando en su casa (¿tendrá
dónde y con quién estar este flaco?) metiendo ruido con el pasacasette mientras
la vieja le pide que lleve vasos a la mesa, la hermana le grita que baje la
música y el viejo, estratégicamente apartado en un lugar fresco, le hace señas
para que se acomode en su compañía, allí donde no circulan las demandas de los
preparativos de nochebuena. Así que cuando ve acercarse la figura que entra y va hacia él, desde la
puerta de entrada a la comisaría, figura que se desplaza con la seguridad de
estar en su ambiente, Hotentote reconoce a medias en su perplejidad que,
vestido de pantalón y remera, con paquetes en las manos, el que se acerca es
Menéndez, el general, el torturador, el genocida con que confrontó en Campo de la
Rivera, en el tribunal militar y en todas las noches de los días que viene
viviendo desde que lo capturara un comando –de Menéndez- en el ’76.
El tipo llega a la altura del pasillo donde está el Hotentote
y sigue su camino sin cambiar el paso, sin saludar ni dar señal de haber
registrado la presencia de Hotentote en el banco, extiende sus pasos hasta la
puerta que se abre en el fondo, entra y la cierra, atenuando con esa acción el
vocerío que su entrada ha disparado entre los canas de guardia. Como todos los
años, esta vez ante la presencia de un testigo inesperado, el General Menéndez
cumple con su ritual de navidad: recorre las 14 seccionales de policía de la
ciudad de Córdoba para repartir -siniestro Santa Claus en una sociedad marcada por
lo siniestro- turrones y frutas secas entre los policías de guardia.
En el lugar menos indicado y en el momento menos
previsto, Hotentote ha tenido a una distancia de centímetros, a solas y sin
nadie que pudiera intervenir, al causante de un odio y un dolor que, si bien
son suyos, él sabe compartido por miles de víctimas, madres, padres, hermanos,
amigos, compañeros, que seguramente han soñado como él un momento así durante
años.
Mientras declara frente al oficial de turno, el grandote
verifica que sus dos vidas –la suya y la de Menéndez- siguen cada una el
derrotero previsto, sin mayores cambios. Él trata de aliviarle la mano a un
pibe que no conoce y que quizás nunca pueda zafar del desastre que abra en su
mente ya precaria esta primera noche de tumba. Terminará de declarar y se irá a
compartir esta noche con amigos y compañeros, en este tiempo que siente que
apesta, con tanta basura paseándose por la calle. Menéndez, en cambio seguirá
alimentando las fieras de la destrucción, con su sólo vivir y con este ridículo
ritual de reparto navideño a viejos torturadores y nuevos canas a los que otros
preparan para seguir su senda.
La reflexión no lo consuela para nada, así que relatará
este momento una y otra vez y revivirlo le revivirá mil puteadas que quedaron
sin salir ese día en el que hizo lo único que podía hacer antes de irse a
brindar por la llegada de nochebuena con su gente. Pero lo alcanzó la sombra.